Hoy en día, la figura del vampiro dista mucho de aquella surgida en el folclore popular de Europa del Este. Desde luego, el cine ha sido uno de los espacios más idóneos para explorar nuevos ángulos sobre el vampirismo, desde la figura grotesca del Conde Orlok en Nosferatu (1922) hasta sus apariciones más recientes y sofisticadas, aunque no menos mortales, en Sinners (2025). En su más reciente película, Vampiro humanista busca suicida (2023), la directora canadiense Ariane Louis-Seize ofrece una mirada fresca y divertida sobre la figura del vampiro, en el marco de un coming-of-age tan inusual como entrañable. 

La premisa de la película es sencilla. En un mundo donde los vampiros conviven con los humanos sin ser descubiertos ni cuestionados, una joven vampiresa llamada Sasha (Sara Montpetit) enfrenta un problema particular: es demasiado sensible para matar. Excluida por su propia familia debido a su bondad y empatía innatas, se queda sin opciones cuando sus padres le cortan el suministro de sangre y la obligan a cazar por sí misma. Convencida de que no puede hacerlo, Sasha decide dejarse morir. Sin embargo, en el momento en que planea su final, conoce a Paul (Félix-Antoine Bénard),  un adolescente solitario que sufre acoso escolar y contempla el suicidio. En sus diferencias encuentran una inesperada conexión: Paul está dispuesto a morir y Sasha intenta convencerse de que está bien matar a alguien que ya desea morir. De esa manera, ambos pactan ayudarse mutuamente a cumplir sus deseos.

Algo que quiero destacar de esta película es que Sasha se aleja por completo del estereotipo seductor y letal que domina el imaginario cinematográfico de la vampiresa. Ella siente compasión, pena y es amable con los humanos. Ese es precisamente su conflicto principal: es demasiado humana. En ese sentido, el mito vampírico se subvierte y se convierte en una marca de exclusión. Sasha no encaja en los estándares de su comunidad y sufre por ello.

Cuando conoce a Paul, la conexión es inmediata —un clásico cliché del romance—. Uno de los problemas que enfrentaba Sasha era que no le salían los colmillos, pero eso cambia en el momento en que percibe el olor de la sangre de él. Desconcertada por lo que siente, huye. Este guiño al despertar sexual, tan habitual en el imaginario vampírico a través del símbolo de la sangre, cumple aquí una función distinta. Sasha no busca devorarlo, sino comprender por qué reacciona de esa manera con él. Así, la película recurre a los estereotipos del género para construir algo nuevo: un relato significativo sobre el descubrimiento de la identidad tanto vampira como humana.

Sin decir una palabra, ambos quedan atrapados en la extrañeza del otro. Los problemas que enfrentan son profundamente humanos. Ambos son vulnerables al rechazo, a la tristeza y al dolor de sentirse ajenos. Esta mirada paralela sobre el sufrimiento, tanto en humanos como en vampiros, es una herramienta poderosa, porque rompe el binomio de lo monstruoso y lo normal. Sasha, doblemente extraña —por ser vampira y por ser demasiado humana—, solo encuentra aceptación en Paul. 

La relación entre ellos se desarrolla con lentitud. Como adolescentes comunes, se relacionan con dificultad y torpeza, y aunque el contexto no es el más favorable, nace entre ambos una amistad inesperada. Esto se evidencia cuando Sasha presencia el abuso que sufre Paul a manos de tres matones de su escuela. Al verlo golpeado, reacciona por instinto: saca los colmillos y ataca para protegerlo. Aunque sigue sin querer matar, su humanidad la lleva a actuar en defensa de quien le importa. Sin embargo, no puede negar su naturaleza devoradora y, contra su voluntad, termina asesinando a uno de los agresores. Esta escena vuelve a desafiar un estereotipo clásico del género: lejos de entregarse al placer de la sangre, Sasha se aterra por lo que ha hecho. Decide enterrar el cuerpo, consciente de la gravedad de su acto. Esa conciencia moral, ausente en otras representaciones de vampiros, es lo que la vuelve especial.La muerte del acosador une aún más a Sasha y Paul. Ahora cómplices, toman decisiones arriesgadas, y Paul termina pidiéndole que lo convierta en vampiro. Lo particular de esta decisión es que no está motivada por un deseo de inmortalidad o poder. Paul no quiere matar ni vivir para siempre; solo desea dejar de sufrir como humano. La conversión es, para él, una vía de escape. Sasha acepta y así, los dos se embarcan juntos en esta nueva etapa, en la que la monstruosidad se redefine como un espacio de afecto, vulnerabilidad compartida y posibilidad de cambio.

El final no decepciona, pues mantiene el tono irónico que había expuesto desde el inicio de la cinta. Paul, ya convertido en vampiro, no rompe con su humanidad ni con su pasado: al contrario, recupera el vínculo con su madre como si la conversión hubiera sido, paradójicamente, una oportunidad para reencontrarse. En la última escena, vemos a Paul y Sasha saliendo de un hospital con bolsas de sangre, un acto posible gracias a la complicidad de la madre de Paul, que trabaja como enfermera. El gesto es tan cotidiano que por un momento olvidamos que son vampiros. Esta naturalización de lo monstruoso encarnada en el personaje de Sasha nos invita a repensar los límites entre lo humano y lo inhumano. La película juega constantemente con los estereotipos del género para desdibujar esas fronteras, dejándonos con la pregunta abierta sobre si lo verdaderamente monstruoso reside en la sed de sangre o en la ausencia de empatía. 


Ficha técnica:

Directora:  Ariane Louis-Seize / País: Canadá / idioma: Francés / Año: 2023

Productores: Jeanne-Marie Poulain, Line Sander Egede, Irène Bessone, Anaëlle Béglet, Johannie Deschambault, Jordan Bélanger

Guión: Ariane Louis-Seize, Christine Doyon / Editor: Stéphane Lafleur

Sonido: Marie-Pierre Grenier, Simon Gervais, Luc Boudrias, Alexis Farand, James Duhamel, Ariel Harrod, Thierry Bourgault-D’Amico

Mirella Villafane