Andrea González
A menudo, en el cine surgen películas que actúan como cuestionamiento de ideas concebidas como inmóviles; otras veces como respuesta a preguntas que siempre han habitado en nosotros. Pero, además, existen otro tipo, aquellas que nacen desde un lugar donde la duda y la respuesta se revelan silenciosas, pero que resultan compartidas. Es en esta última donde se inscribe Por donde pasa el silencio (2024), el primer largometraje de Sandra Romero.

A través de la familia formada por los hermanos Antonio, Javier y María junto a sus padres, la película radiografía desde cerca -y en muchas ocasiones en silencio- las dudas con las que conviven cada uno al cargar con el devenir de que uno de ellos, Javier, esté enfermo. Esas dudas, articuladas mediante el sentimiento de culpa, se vertebran en cada uno de los personajes sintiendo la carga que va degenerando la relaciones entre ellos.
Siempre con la cámara en mano, Romero, con el uso de primeros planos, transita por esas batallas internas. Antonio, quien regresa a su Écija natal por Semana Santa, se muestra en diversas escenas callado y reflexivo, como quien busca reconocer un lugar que ya le es ajeno. Un perro que ya no le reconoce, unas sábanas guardadas al fondo del armario que huelen a rancio, una piscina -mostrada al inicio y final del film- medio vacía y sucia, conversaciones frías con quienes un día fueron amigos, son alguna de las cosas que el protagonista observa, pero que en ningún caso son un reflejo fiel de sus recuerdos. Un deterioro que no solo se contempla en lo físico, sino que también se impregna en lo mental, tal y como reitera en varias ocasiones el personaje de Javier.

Las conversaciones entre Antonio y María -presentados en planos que rara vez los unen, aun estando en la misma habitación- muestran desde dos ópticas el desgaste de tratar de salvar a Javier de su propia cruz. Desde el punto de vista de María, el espectador se pregunta si realmente merece la pena su sacrificio para salvar la integridad de la familia. Permanecer en su pueblo para cuidar de Javier y apoyar a sus padres, aunque eso pase por un trabajo en el que solo se permite el ruido de las máquinas pasando la fruta. Desde el de Antonio, si es necesario cargar a sus hombros -como un paso de Semana Santa- la responsabilidad de decisiones que se alejan de él.
La directora ecijana, centra, por tanto, su mirada en las especificidades que se generan en este núcleo familiar, pero que, de forma imperceptible, retratan y dan respuesta a generalizaciones heredadas de la estructura social.

Hecho que dialoga con otras directoras que retrataron eso mismo que a priori resultaba particular, pero que atravesaba la realidad de muchos. La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001), Verano 1993 (2022) o Alcarrás (2017), ambas de Carla Simón, exploran desde dentro los conflictos en el entorno familiar que se reflejan en la división del medio rural y el urbano.
En el caso de este film, la culpa es retratada como la espina dorsal de las sociedades cristianas, y cómo esta se transmite en la familia como un legado emocional, alterando la percepción de las responsabilidades individuales. Javier quiere asumir su enfermedad como suya y vivir intensamente, pues no es igual al resto, aunque eso conlleve drogas y soledad. Antonio y María, reflexivos ante un lugar estático, se ven atrapados por ese sentimiento.
Y, desde el silencio, Sandra Romero hace de lo particular de una familia, lo particular para el espectador. Ahora la carga la siente el espectador y la duda le atraviesa. ¿Dónde están los limites en la familia?, ¿cómo nos deshacemos de valores heredados?
Vero Ferrari
Se puede contar (bien) la intimidad cuando nos ha pertenecido, cuando ha sido parte de nuestra cotidianidad, cuando ha marcado nuestra infancia, adolescencia y juventud, y cuando nos ha roto de una y mil maneras para volvernos a armar.
Antonio, uno de los protagonistas de Por donde pasa el silencio (Sandra Romero, 2024), es un hombre que ha roto con su familia y con su pueblo, para poder forjarse un futuro, pero que vuelve como quien arrastra los pies, a ese lugar que lo vio nacer y lo envolvió de melancolía, para ver de nuevo esos rostros conocidos que se le hacen cada vez más lejanos.
Antonio es un hombre roto que regresa de vez en cuando para armar sus piezas y considerar que no estuvo equivocado al decidir marcharse, y para darle posibilidad de futuro a uno de sus hermanos, de los dos que ha dejado, aunque él todavía no lo sabe.

Y así como Antonio es el futuro, su hermano Javier, es el pasado que carga con una enfermedad a cuestas, el diferencial de sus vidas. Javier es lo que pudo ser su hermano, una promesa siempre rota, es justamente la imposibilidad, el desasosiego, lo que ata a la tierra, a los padres, a la casa, a los animales, al pueblo. Solo una familia con un enfermo crónico sabe cómo esta se desgasta cada día entre análisis, pastillas y rencores. Un rencor que lleva a la ira continua de Javier, el único que explota continuamente para hacerle saber a su familia la maldición que carga en él, con su vida a medias, su alegría a medias, su descanso a medias. Los demás tienen derecho al silencio, menos él. Exigir cualquier cosa sería una ofensa para ese cuerpo enfermo.
Javier es presentado con agencia, así esta sirva para desestabilizar una fantasmagórica armonía familiar, él recrimina, se solaza en la queja, en su exigencia de autonomía, así sea para morir drogado; y así como ama a sus animales, también los descuida, porque no puede evitar repetir el círculo de indefensión y desamparo que siente que lo rodea, en una familia que ya ha sido vencida por sus exigencias.

Hay un padre roto que bebe solo en un bar, hay una madre rota que ya no sabe cómo lidiar con su hijo enfermo, hay una hermana a la que el trabajo deshumanizado, la incomunicación y el silencio van quebrando cada día. Ella, el puente entre sus hermanos, sabe que su destino está anclado a ese pueblo, a esa casa y a esos cuerpos, y no está conforme con eso.
Pero también hay amor, un amor brutal, casi salvaje, un amor como solo es capaz de sentirse cuando no hay palabras que lo expliquen, ese amor de familia que se sabe que existe, que está en el día a día, pero que también te hace dudar continuamente de él, porque a veces no sabes si es amor o violencia, y cada duda sobre ese amor es una traición constante a la familia que te abrazó desde que naciste.
¿Y cómo sabemos que hay amor? Por la forma en que Romero graba esos abrazos, esos besos, esas miradas, esas caricias, como cuando grabamos a los amigos cercanos y a la familia que se añora con un móvil para tener presente el presente, con planos cercanos, siguiéndolos con la cámara, permitiendo que desarrollen sus conversaciones, detrás de sus fiestas, sus adicciones, sus dudas y sus dolores.
En Por donde pasa el silencio hay un cuerpo enfermo, pero no es solo el de un hombre, es el de un pueblo que se abandona. Lo podemos ver en la radiografía que Javier le muestra a Antonio, encuadrada en la ventana frontal del auto, que tiene como fondo una calle y a los hermanos como espectadores. A modo de rayos X, la película de Romero nos sirve para ver por dentro una familia y sus fracturas.